jueves, 14 de octubre de 2010

Confesionario

El hombre me resultó agradable a la vista. Morocho, con aire melancólico pero con pinta de esos que en el baile no le escapan al éxito con las mujeres, me ofreció un cigarrillo y me hizo un comentario sobre la tarde noche. “Se viene el agua, no amigo?”. En el Parque Centenario sobrevolaba un olor inminente al aguacero que sucedería a esos minutos de charla, y que le pondría un límite de tiempo a nuestro encuentro. “Sí”, le respondí, “creo que me voy para casa”. Yo culminaba mi cita con el footing, cosa que era de mi agrado, y había parado cinco minutos para recuperar el aire de los pulmones, quienes me pedían a gritos un descanso. A pesar de todo, algo en ese personaje me atraía. Quizás era esa sinceridad que reflejaban sus ojos a cada comentario que me hacía. Pero también, creo que estaba esperando que me dijera algo más. Se notaba. Lo notaba. Sus gestos, su expresión y el permanente hablar del muchacho me decían que de un momento a otro iba a soltar lo que tenía adentro. Y lo que era adentro era, como me lo esperaba, el amor por una mujer. “¿Sabés porqué estoy acá, amigo? Porque me llamó mi ex mujer para que la venga a ver. Ella es cartonera, me dijo que iba a estar en el Parque y me vine. Lo que pasa es que se la está picoteando un gil, y quiero ver que onda”. Le pregunté si la amaba. “¿Cómo no la voy a amar? Es el amor de mi vida”. Ni bien salieron esas palabras, sus ojos engrandecieron, su mirada dejó la tristeza que esbozó al principio y todo su exterior se tiñó de excitación. Me despedí, le deseé suerte. Por casualidad había cumplido una función en la vida de ese hombre.

La lluvia comenzó, incesante.

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