jueves, 19 de abril de 2012

Y la pelota $e manchó...

El deporte, al igual que otras actividades humanas, ha cumplido con los requisitos necesarios para adecuarse a la moral y productividad capitalista. Atravesando etapas de amateurismo para llegar a un profesionalismo desmedido, donde su carácter mercantil sobrepasa por mucho su origen de juego, llenó el formulario para convertirse en un rubro muy accesible y rentable para la explotación financiera. Lejos quedaron los ejes primarios de diversión y distensión para aceptar que hoy por hoy lo transcendental pasa por la competencia, y no cualquier competencia, sino aquella que deje dividendos monetarios para todos los actores involucrados. En el caso del fútbol, deporte al que me voy a referir, pocos son los que pueden hacerse cargo del discurso de “jugar por la camiseta”. En mi recuerdo están las primeras voces de quienes se alzaron a favor de un “hiper” profesionalismo, tal el caso de Gabriel Batistuta. El ex jugador de la Fiorentina produjo un desencanto en muchos, al asumir, allá por la década del 90’, que su gusto por el deporte que practicaba no pasaba más que por tomarlo como una profesión, la cual le permitía mantener un status de vida deseado y buscado. Estas declaraciones, interpretadas por algunos como antipáticas, reflejan lo que muchos piensan acerca de una de las actividades más practicadas en todo el mundo. Se me ocurrió tomar entonces al fútbol como una gran cebolla, donde me permití ir sacando capa a capa las distintas etapas que atravesó para convertirse en lo que es hoy. Entonces, en ese retroceso, pasé por todas las sendas del profesionalismo, llegué al amateurismo y, para mi sorpresa, descubrí que ya en la década del 20’ la necesidad imperiosa de ganar no era algo ajeno al juego. En épocas en las cuales todavía no era el dinero motivo de incursión en este campo, las peleas entre simpatizantes y jugadores o intentos de linchamientos de jueces eran moneda corriente. Esto no eximía la empatía que se daba entre “belleza estética” con la pelota vs. fuerza física. De la admiración que se experimentó por el arribo de equipos ingleses que poblaron Buenos Aires a principios del siglo XX (ejemplos como el Southampton o el Fulham) se pasó a una impronta local de gambeta y picardía. Pero más allá del gusto estético, la idea del resultado final pocas veces se pudo sacar del objetivo. Con el tiempo, las aguas se fueron dividiendo, y esta relación de competencia absoluta se enfrentaba a un “romanticismo” encabezado por aquellos que creían en el placer de la práctica más allá de cualquier pragmatismo. En su texto “Masculinidades: fútbol, tango y polo en la Argentina”, Eduardo Archetti hace un análisis interesante sobre la moralidad y otras facetas del deporte donde aparecen ejemplos jugosos referidos a lo que pretendo explicar. Uno de ellos se basa en una narración llevada a cabo por un entrevistado de nombre Héctor, quien trae a colación una conocida anécdota entre dos jugadores de Independiente de Avellaneda de la década del 20’: Lalín, apodado “el malabarista”, era un insider derecho, que compartía la delantera con Seoane, centrodelantero a quien llamaban “la Chancha”. Cuenta la historia que en un partido contra Estudiantes de la Plata, Lalín se quedaba con la pelota entre sus pies más de lo debido, bailando y gambeteando con la redonda. En el entretiempo, Seoane le reclamó sobre la situación, argumentándole que si se la pasaba a él se cansarían de hacer goles para su equipo. Ni bien comenzado el segundo tiempo, el insider derecho habilitó al delantero goleador quien hizo lo suyo, convirtiendo el primer tanto. Seoane, en el momento de saludar a su compañero, le dijo “te das cuenta, si jugamos así, vamos a ganar siempre”, a lo que Lalín le respondió “si, ya sé, pero así yo no disfruto el partido”. Para este último, el placer no pasaba por superar al rival asestándolo una derrota, sino por el placer mismo de tener la pelota en sus pies. En mi caso, siento nostalgia sobre la forma en que Lalin se manejaba dentro de la cancha, y recuerdo con mucha simpatía mi faceta como jugador de fútbol. Poco dotado para la habilidad, sin embargo siempre prioricé pasarla bien en una cancha, tratando de insertarme en un juego de "pelota al piso", disfrutando de esa belleza en la sincronización de los pases. Nunca me sentí cómodo jugando cuasi profesionalmente: participé en algunos campeonatos desde chico, donde por ejemplo tenía que estar parado en el área adversaria tratando de “pescar” alguna pelota, o jugando de marcador de punta izquierdo tratando de que el delantero contrario no pase por mi sector más allá de lo permitido. La realidad es que no la pasaba bien, observando de manera constante al árbitro para ver en que momento se terminaba esa tortura llamada partido de fútbol. Con el tiempo pude encontrar mi lugar en este mundo, cuando fui parte de un equipo al que le sobraba talento. Autodenominado “Pararrayo Vallecano”, éramos un grupo de amigos a los cuales nos unía, entre otras cosas, el gusto por la estética futbolística. El buen trato del balón era constante y, aunque generalmente nos relacionábamos con la victoria, creo que era un fin al que se llegaba solamente por el camino que habíamos elegido. Luego de desarmado aquel team, me costó volver a tener las mismas sensaciones. Por una u otra razón, descartaba la idea de jugar en otros equipos, ya sea por el alto nivel de competividad (en el sentido de la noción del resultado por el resultado mismo) o por las limitaciones de quienes me invitaban, lo que hacía extrañar a ultranza aquellos grandes momentos vividos en mi ex equipo. A su vez, como espectador fui refinando mi paladar, hasta que pasé de ver partidos de manera constante a elegir, por gusto, que mirar y que no. Pero en todo esto se incubó una contradicción al día de hoy no resuelta. Como espectador neutral y como participante de la práctica, siempre me incliné a priorizar pasarla bien, divertirme, por sobre el pragmatismo resultadista. Sin embargo, como simpatizante/hincha, lo logré a cuenta gotas, posponiendo (o prefiriendo) el resultado final a cualquier otro tipo de ecuación. El gol con la mano en el minuto final de manera inmerecida o la victoria abultada con exhibición de talento pasaron a estar en la misma vereda. Quedará en mí la búsqueda científica o sentimental para explicar de que manera llegué a disociar el placer de ver o practicar el fútbol bien jugado a defender, contra viento y manera, el resultado final del equipo por el cual simpatizo, sin importarme (maquiavélicamente) ni formas ni caminos para llegar al fin deseado. Y preguntarme si todo es cuestión de moralidad, masculinidad o una simple inmersión en el mundo burgués del honor y la competencia...

jueves, 12 de abril de 2012

Los nazis y yo

En estos días me he topado, un poco sin querer y algo comandado por mi inconsciente, con ciertas obras que rodean a la cuestión del nazismo. Ya hice explícita mi admiración por aquella película noruega sobre zombies titulada "Dod Sno", con lo cual me parece un pecado meta-comentar un post previo. En este caso, tengo que agregar dos piezas más. La primera, por orden de aparición, fue la obra de teatro "Un informe sobre la banalidad del amor". En la misma, se transparenta la relación entre Martin Heidegger / Hannah Arendt y lo que sucita una ecuación amorosa "ideológicamente dispar". En este tren, entra en juego la postura psicoanalítica acerca de la pérdida y resignación de ciertos aspectos personales en post de no perder el amor en vida. Esa sensación de romper con cierta incomplitud, lo que Piaget llama “décalage” como aquella experiencia alienante donde se me quita la soledad y se mezcla mi yo con el otro, provoca que una vez lograda esa indivisión por parte de Arendt, se presenta como imposible la sensación de desprenderse de Heidegger más allá del apoyo de éste al regimen de Adolf Hitler. En ese contexto, la obra del dramaturgo argentino Mario Diament se ocupa de las sensaciones contradictorias del alma en plena época del nazismo, donde los sentimientos más profundos no escapan a la contingencia de la época, pero manteniendo una matriz de reacción que acompaña a la historia espiritual de la humanidad.
En segundo turno, presencié la película "Swastika" de Philippe Mora, esto en el marco del BAFICI. En la misma, se presentan imágenes (sorprendentemente para mí, muchas en colores) de momentos de Hitler no solamente a nivel político sino también personal, donde se lo puede ver de manera distendida en su mansión de los Alpes junto a Eva Braun y demás allegados, hasta las presentaciones en el marco de los JJ.OO. de Münich. El valor documental es indiscutible y la canción que cierra la obra merece un párrafo aparte, aunque acá no lo esté. La pregunta que queda flotando reviste a la no-visión de un futuro que se aproximaba, y que para pocos era predecible. Me encargo de pensar en varias "p": de previsión y proyectualidad acerca de lo que despertaba Hitler en el pueblo alemán, con todo lo que se venía acunando luego del Tratado de Versalles. Y la "p" de programa y proyecto, aquellas ideas que no se ocultaban desde la retórica y tampoco desde la escritura, como en el caso de "Mi lucha". En la obra de Diament antes mencionada, Osmar Núñez hace una representación brillante sobre la ingenuidad a la que apelaría Heidegger cuando Arendt lo intimida sobre estas cuestiones, cercando la imposibilidad de desconocer el carácter apocalíptico del nacionalsocialismo.
Me queda una reflexión sobre todo lo sólido que se desvanece en el aire: el poder puede dejar de ser poder y arrastrar ciudades y fortalezas, en la misma medida que el amor fuerte puede transformar grandes espíritus en almas carenciadas.